HISTORIAS
DE NAVIDAD
PARTE
1
Imagina que eres un soltero de treinta y un años, estas solo en casa una
noche antes de noche buena y de repente llaman a la puerta pasada la media noche, una sola vez por
supuesto, como para hacer la situación más curiosa, tensa o preocupante, según los
nervios o traumas que tengas en tu haber. Finalmente, luego de debatir contigo
mismo sobre cuantos psicópatas deambulan normalmente por tu barrio a esas horas
de la noche, decides abrir la puerta sin quitar del todo el seguro, por si acaso.
No, no lo haces por que seas una nenaza, por supuesto que no. Eres precavido,
porque la vida está dura y la noche es oscura, y el mundo se enfría cuando tú
no estás. En fin, volviendo al tema; estás ahí, abriendo lentamente la puerta
con una mano mientras sostienes firmemente un palo de escoba en la otra, como si
eso te fuera a salvar la vida de ser necesario. Entonces lo ves, en el suelo,
envuelto en un precioso papel de regalo que parece diseñado a pulso, sacado de
una película, único en su clase y que alguien se ha molestado en ir a dejar
justamente frente a tu puerta, para luego desaparecer como una sombra furtiva
de la noche. Un regalo para ti.
No te imaginas de quien puede ser. Pero si de quien quisieras que sea. Por
otro lado; y como está la situación en el país, también piensas en la
posibilidad de un extorsionador que acaba de dejarte unas cuantas balas con tu
nombre y el pedido de una exorbitante suma de dinero que no piensa sudar para
obtener. Pero vuelves a recordar que te mudaste a un lugar muy seguro y anónimo
cuando comenzaste a saborear las mieles del éxito literario. Verificas que
nadie te vea, ningún vecino de esos que envueltos en el espíritu navideño viven
cada noche deseándole “feliz navidad” a todo lo que se mueva. Es cierto, nunca
te han emocionado ese amor y paz que se respira en el ambiente cercano a los
fines de año. Hipocresía pura, alimento para los reyes del consumismo, piensas.
Pero un regalo es un regalo, con un demonio, a que persona no le gustan los
regalos. Al menos recibirlos. Así que te apresuras a desenvolverlo con cuidado;
y ahí está, un minúsculo USB con forma de tablita de surf a detalle. Lo conoces
muy bien, la mirada se te ilumina y se te escapa una sonrisa, no puedes esperar
a ver lo que hay dentro y lo conectas inmediatamente para ver el contenido, un
video.
Las fotos empiezan a desfilar una por una al ritmo de una de aquellas
canciones que te dedicaron hace mucho. A tu mente acude esa típica frase que
todo ser que ha perdido la cordura y se ha entregado al amor, o al menos lo que
cree que es amor, ha dicho alguna vez en su vida: nuestra canción. Imágenes de
viejos de recuerdos, de momentos felices que te hacen emocionarte por un
instante, pero que sabes muy bien que no volverán. Por supuesto saber eso no te
impide recordar cómo te sentías mientras sucedieron todos aquellos momentos y
sencillamente vuelves a ser feliz, en el sentido romántico de la palabra, por
unos instantes. Luego tendrás que volver a la realidad, aceptar que solo fue un
detalle, una consideración. Un acto protocolar para honrar la memoria de un
amor caído en batalla. De esos que simplemente no pudieron ser, sin culpables
ni nada, si hasta amigos son ahora, como cuando sucede cuando la razón sale
victoriosa frente al corazón y luego simplemente colorín colorado, el cuento se
ha terminado y ni Romeo ni Julieta se han suicidado. Sobreviviste, ambos, de la
“mejor” manera.
¿Se imaginan que todo esto sucediera? No me ha pasado a mí por supuesto,
pero como suele suceder con casi todas las buenas historias de ese tipo,
escuché por ahí que le pasó al conocido de un conocido de un conocido y así
sucesivamente hasta tener juntos a todos los conocidos y desconocidos necesarios
para crear una leyenda urbana digna, defensora del romanticismo que por estos días
va a rastras y en decadencia.
No, definitivamente no me ha pasado a mí. No vivo en una zona acomodada
y anónima, ni he tenido éxito literario, todavía. Aún vivo con mi madre, mis dos
hermanas, una sobrina, dos perras, tres salamandras, una tortuga y una
incontable cantidad de peces de colores cuyo sexo no estoy interesado en
aprender a diferenciar; para no correr el riesgo de terminar como la mayor de
mis hermanas y estar mandándole besos al último y obeso goldfish que ha
sobrevivido contra todo pronóstico y desde tiempos casi inmemoriales, y del
cual ella afirma que le mueve la cola cada vez que la ve llegar…
Lo sé, lo sé. Pienso lo mismo…
Por otro lado, me gustaría poder decir igual que Calamaro eso de que “otras
me quieren todavía, algunas me quieren y me odian a la vez” pero estoy muy
lejos de ser como él obviamente. (¡MAESTRO!). El amor siempre ha hecho estragos
en mi persona y la razón casi nunca, mejor dicho nunca, ha salido victoriosa
frente a lo que dicta el corazón. Pero esa es otra historia. El punto es que
ante la cercanía de las fiestas navideñas, y como cada año, esa historia viene a mi mente. Como
un viejo dejavú de algo que jamás pasó, pero que me descubro anhelando y preguntándome
como sería si un buen día el destino y yo hiciéramos las pases de una vez por
todas. En el fondo tal vez sigo siendo un románico sin remedio y no me he
rehabilitado como me he venido haciendo creer a mí mismo durante los últimos
años.
En cuanto a los regalos de fin de año, mantengo mi teoría de toda la
vida. En primer lugar cuando ya eres adulto, o por lo menos pareces uno o has
logrado convencer al mundo para que te vea como tal, olvídate los regalos, no
los recibirás más. En adelante tocará darlos, sobre todo si tu familia está
plagada de niños. A menos que seas una de esas almas valientes y aventureras, a
las que les gusta vivir al tope y jugarse el todo por el todo y tirarse de
cabeza a una piscina vacía donde un grupo de gente, que no se quiere sentir del
todo miserable en estas fiestas, se atreven al viejo juego del amigo secreto y
realizan un desesperado intercambio de regalos donde todo será “equitativo”,
pero es muy probable que terminemos recibiendo una caja vacía, o en el peor de
los casos, nada.
Y el segundo punto es que cuando has llegado a la base tres, sin
importar por qué caminos te ha llevado
la vida, existirá un grupo reducidísimo de personas que de verdad se interesará
por ti esta navidad. Aceptémoslo, tu madre y tu novia encabezan esa lista. Piénsalo,
quien se esmerará por hacerte feliz realmente, quien conoce tus gustos o por lo
menos se esfuerza en saber un poco de ellos. Ganadoras por unanimidad. Los demás
regalos, si es que llegan, probablemente sean las cosas inservibles de toda la
vida. Que, aunque lleguen de buena voluntad, no llenaran tus expectativas pero fingirás,
como siempre, que era lo que querías para estas fiestas y la otra persona
fingirá a su vez creerte y la vida seguirá su curso.
Dicho esto y aquello, me pregunto que esperan ustedes de esta navidad, y
también que espero yo, por supuesto. Aunque este año no voy a la deriva, como
pocos años para esta época, tengo novia y una madre que me adora, ya saben cómo
es eso. Así que si alguna de ustedes dos lee esto, no quisiera que piensen que
directa o indirectamente estoy esperando algo de ustedes. Pero sí.
Y no se preocupen que la navidad es
para dar y recibir, y el amor siempre es bien correspondido. Seguramente al
final de cuentas a todos nos cae algo por ahí, total hasta Ebenezer Scrooge quiere
salir a jugar en estas fechas. Es tiempo de ser feliz, o al menos intentarlo y
morir en el intento.

