Se terminó enero, luego febrero, y
marzo se fue volando descaradamente. Por suerte, este año 2016, no se me
ocurrió empezarlo diciendo (como tanto iluso): “Este es mi año” (ok, está bien,
también lo hice alguna vez). Ya no me interesa si es mi año o no, por una vez
en la vida estoy haciendo las cosas bien, eso creo o intento al menos. Aunque
cuando pasas los treinta ya no la puedes seguir jodiendo más. Bueno en realidad
si puedes, pero no debes. En fin, no empecé escribiendo esto para hablar de los
intensos volúmenes que he tenido que leer en mi débil intento de superación personal,
no. Lo que quiero es despedirme de marzo, sin selfies ridículos o mariconezcos diciendo
“bye bye marzo, abril sorpréndeme”, no, nada de eso.
El asunto entre marzo y yo, disculpen
que me refiera a él con tal familiaridad de colegas, se remonta a mi infancia,
a mis primeros amores, a negocios fallidos, a viajes alucinantes e inolvidables,
a desengaños y en general a un sinfín de toma y dame que te doy, pérdidas y
ganancias.
Sé que la idea de empezar un blog,
mi idea quiero decir, era la de escribir al menos una memorable entrada semanalmente,
quincenalmente en el peor de mis casos de flojera mental o ausencia de buenas
historias. Pero no, no fue así. Han pasado más de tres meses desde que escribí
mi primera y única entrada y me gané una pequeña listilla de ocasionales y
anónimos simpatizantes; que no son ni seguidores ni lectores, lo aclaro. A un gran
amigo mío le gustó lo que leyó aquella vez y decidió divertir a sus alumnos de
secundaria con mis “tristes historias de navidad parte 1”, que lamento decirles
chicos, en caso de que su “profe Carlos” vuelva a compartir esto con ustedes,
ya es un poco tarde para contar la segunda parte. Así que me tendré que
aguantar hasta fin de año nuevamente. La vida es así y la pereza también, salud
por eso.
Pero vamos al punto, tratemos de
hacer corto el asunto y al grano. Las historias en marzo son muchísimas,
acumuladas durante mis para nada escasas tres décadas de vida mundana, aunque no siempre
fui así, no está de más decirlo. Recuerdo que de muy muy muy joven solía ser un
romántico empedernido, faltaba más cuando lo único que tienes para escuchar en
casa desde que tienes uso de razón son los volúmenes completos de José José,
José Luis Rodriguez El puma, José Feliciano, José Luis Perales; y así una
interminable lista de Josecitos y otros nombres que no vienen al caso, incluido
mi padre que se llama José, en casa. Ojo que todo aun en casetes. He llegado a
pensar que alguien en casa tenía cierto fetichismo con su propio nombre.
Embebido entonces por aquella aura de
enfermizo romanticismo, decidí declarármele por primera vez en mis cortos trece
años de vida a la que en aquel entonces me robaba el sueño, el aliento, el
pensamiento y hasta el alma escuálida. La dueña de mis mejores poemas de amor,
como no podían faltar los hijos de puta esos (ya no los escribo, así que nadie
pregunte, JAMÁS), la niña más linda del colegio por supuesto como era de
esperarse, al menos para mis ojos ciegos de amor. Recuerdo que estuve dando
vueltas aproximadamente tres horas frente a su casa, en la bicicleta que solía
alquilar con mis propinas por las tardes para salir a dar vueltas por el barrio.
Mi madre se negaba a comprarme una porque decía que eran peligrosas, creo que a
todos a los que conocía se les había muerto algún pariente o conocido por culpa
de una de esas malditas bicicletas del demonio. El asunto es que aquella tarde
era “la tarde” y nada podía salir mal, sus ojos me lo decían cuando la
acompañaba de la salida colegio a su casa por las tardes, durante las obras de
teatro y ¡en los recreos ni hablar!. Cuando me vio aparecer por milésima vez
frente su puerta, disimulado y como
quien no quiere la cosa, casi sin verla diría (claro como no iluso), se acercó
a saludarme y aproveché para invitarla a ver el partido de futbol de nuestro
colegio contra otro, uno de los que eternamente nos dejaba en un honorifico 20
a 0 (El director-dueño parecía nunca entender que éramos realmente malos). Así fue
mientras las horas pasaban entre una risa y otra y una mano se posaba sobre la
otra solté un repentino: Nataly, yo te
amo (María la del barrio tiene la culpa por el tono sufrido, patético y
facilón) y para algarabía de mí, hasta aquel entonces, nuevecito e intacto corazón
de melón, me respondió que ella también me amaba, pero no solo me amaba, yo era
el amor de su vida, no cualquier amor que quede claro, ¡de su vida! Aquella
tarde sentí lo que era flotar y se me acalambró la cara de tanto sonreírle al
mundo, todo es más hermoso cuando eres correspondido.
En marzo di mi primer beso. ¿Ven
eso? ¿el asuntillo este con marzo? Ah, pero hay un detalle, no fue Nataly la
que me besó. La siguiente día me buscó muy temprano para decirme, y los
traduzco aquí literalmente porque esas cosas jamás se olvidan, que su “vida era
muy complicada, estaba confundida y no quería lastimarme” Gracias Nataly, de
veras muchas gracias, hasta ahora me pregunto qué complicaciones tiene una nena
de trece, bueno en aquel entonces.

No la odié, ni la odio. Me ha
pasado por encima más de media vida desde aquel entonces y hasta diría que la
recuerdo con cariño, pero no entraré en detalles porque quiero contar algunas
cosas más, ya la recordaré al completo en alguna entrada futura. A propósito,
no hubo beso porque los profesores no nos dejaban en paz, eran medios puritanos
o muy babosos, nunca lo sabré. Y mi primer beso me lo dio una compañera de otra
aula durante un recreo, me lo robó y se fue corriendo y luego volteó mirarme a lo lejos coquetamente, si ya sé que
sueno a nenaza, porfavor les pido amablemente que recuerden que se podían llenar
dos sacos de papas con tanto casete que había en casa. Que le iba a hacer,
tarde en olvidarla lo justo, como debería hacerlo un verdadero romántico, como
dice esa canción que ahora me da retortijones en el estómago: “el último romántico
del mundo”
Por otro lado marzo ha sido testigo
de viajes épicos. Me gustaría contarles de aquella vez que condujimos 1600
kilómetros por un polvo, en motocicleta, una poderosa honda storm 125 que dio
lo mejor de sí hasta el final de sus días a mi lado. La historia en realidad es
larga, una epopeya de quince turbulentos días con tan solo 350 soles en los
bolsillos, detalles en un post próximo lo prometo. El asunto es que decidimos
viajar sin dinero, sin experiencia en viajes largos y sin preparativos, con
destino desde Trujillo hasta Saposoa. Ni Carlos, el mejor de mis mejores
amigos, ni yo conocíamos la selva. Así que nos agenciamos de muchísimos mapas
que fuimos aprendiendo a descifrar en el camino, apelamos a buenas voluntades,
familiares y amigos que para ser sinceros no veíamos hace muchísimo tiempo pero
por suerte todos nos brindaron las facilidades del caso. Como es de esperarse
este fue un intento de polvo fallido, no llegamos hasta Saposoa, luego de haber
sobrevivido a rayos, truenos y lluvias torrenciales en el camino hasta rioja,
donde pasamos casi una semana gracias a la gran hospitalidad de la familia
Chamoly que nos dio techo y comida durante nuestra estancia. Desde policías corruptos,
fantasmas y dormir en carceletas sin animarte a ir al baño por la semejante
oscuridad del monte, conducir en niebla (novedoso para nosotros), ver huaycos,
sentirnos como hormigas a lado de convoys mineros y caídas aparatosamente estúpidas
al borde del rio Urubamba, no señores, no llegamos en busca de aquel anhelado
polvo. Habíamos viajado casi en secreto, pero las mentiras tienen patas cortas.
Cuando la novia de Carlos se enteró dónde estaba lo llamo instantáneamente, dándole
para ser sinceros la gran puteada de su vida (al menos hasta aquel entonces) y
truncando todas nuestras esperanzas de proseguir con nuestro accidentado
viajecito. Nos regresamos y sin mi polvo y él para no perder todos los que le
faltaban darse con su flaca. Bien dicen que mas jala pelo de c***** que cadena
de barco hermanos y hermanas mías. La mañana siguiente emprendimos el triste y
cabizbajo retorno a casa, como alma que lleva el diablo. Que te den por el culo
Melissa.
Y para finalizar esta corta sesión de
historias de marzo, esta mí última despedida, el que fue mi lugar de trabajo
durante cinco largos años. Algo que aunque nunca termino de despegar y quizás no
alcanzo a ser lo que quise que fuera realmente. Allá por el 2011 se me ocurrió
la grandiosa idea de abrir un restaurante, sin tener en cuenta que no sabía
nada de restauranteria, o como se diga. Una experiencia linda al final de
cuentas, cosas buenas y malas, y algo que me ha hecho odiar más al sistema con
que funciona nuestro país, todo es coima para los jijunagranputas. El 15 de
marzo culminó finalmente el contrato por el alquiler de local y luego de unas
ajetreadas negociaciones con el que pasaría a ser mi sucesor en el negocio, me despedí
de aquellas paredes y cocinas en las que aprendí a cocinar a la mala, como se
dice, pero terminé agarrándole el gusto al trabajo. Adiós a mis noches de
tertulias entre amigos con tequila, cenas, cafés por las mañanas viendo la vida
pasar y a mis madrugadas en los mercados haciendo las compras, no es tan malo
ahora que lo pienso, aunque estoy desempleado, sigo viviendo con mi madre y mis
hermanas, y estoy de mantenido por el momento. Hay que tener un poco de fe de
que todo va a estar bien de vez en cuando, si no somos nosotros ¿entonces quién?
El tiempo pasa, todo pasa con él. Incluidos nosotros, esta vez son solo tres recuerdos aunque diariamente pasan muchísimos mas por mi cabeza, diría que demasiados, pero esos ya son otras historias que tendrán su oportunidad de salir a pasear al jardín del vecino el día menos pensado. Han pasado diecisiete años desde que me rompieron el corazón por primera vez, casi nueve años del hasta hoy mejor viaje de mi vida (!Carlos estuvimos de aniversario!) y cinco años desde que empecé mi propio negocio, que aunque quizás no fue un exitazo de taquilla me dio sus respectivas alegrías y también sus decepciones, aun así era mio y lo quise mientras duró.
Un gran escritor llamado Albert Espinoza relata en una de sus maravillosas obras, casi biográfica, que a veces hay que perder para aprender a ganar, quizás sea cierto, o quizás no. Total, cuando una ventana se cierra...ya saben lo que dicen.






