viernes, 1 de abril de 2016

Adiós marzo...


Se terminó enero, luego febrero, y marzo se fue volando descaradamente. Por suerte, este año 2016, no se me ocurrió empezarlo diciendo (como tanto iluso): “Este es mi año” (ok, está bien, también lo hice alguna vez). Ya no me interesa si es mi año o no, por una vez en la vida estoy haciendo las cosas bien, eso creo o intento al menos. Aunque cuando pasas los treinta ya no la puedes seguir jodiendo más. Bueno en realidad si puedes, pero no debes. En fin, no empecé escribiendo esto para hablar de los intensos volúmenes que he tenido que leer en mi débil intento de superación personal, no. Lo que quiero es despedirme de marzo, sin selfies ridículos o mariconezcos diciendo “bye bye marzo, abril sorpréndeme”, no, nada de eso.

El asunto entre marzo y yo, disculpen que me refiera a él con tal familiaridad de colegas, se remonta a mi infancia, a mis primeros amores, a negocios fallidos, a viajes alucinantes e inolvidables, a desengaños y en general a un sinfín de toma y dame que te doy, pérdidas y ganancias.
Sé que la idea de empezar un blog, mi idea quiero decir, era la de escribir al menos una memorable entrada semanalmente, quincenalmente en el peor de mis casos de flojera mental o ausencia de buenas historias. Pero no, no fue así. Han pasado más de tres meses desde que escribí mi primera y única entrada y me gané una pequeña listilla de ocasionales y anónimos simpatizantes; que no son ni seguidores ni lectores, lo aclaro. A un gran amigo mío le gustó lo que leyó aquella vez y decidió divertir a sus alumnos de secundaria con mis “tristes historias de navidad parte 1”, que lamento decirles chicos, en caso de que su “profe Carlos” vuelva a compartir esto con ustedes, ya es un poco tarde para contar la segunda parte. Así que me tendré que aguantar hasta fin de año nuevamente. La vida es así y la pereza también, salud por eso.

Pero vamos al punto, tratemos de hacer corto el asunto y al grano. Las historias en marzo son muchísimas, acumuladas durante mis para nada escasas  tres décadas de vida mundana, aunque no siempre fui así, no está de más decirlo. Recuerdo que de muy muy muy joven solía ser un romántico empedernido, faltaba más cuando lo único que tienes para escuchar en casa desde que tienes uso de razón son los volúmenes completos de José José, José Luis Rodriguez El puma, José Feliciano, José Luis Perales; y así una interminable lista de Josecitos y otros nombres que no vienen al caso, incluido mi padre que se llama José, en casa. Ojo que todo aun en casetes. He llegado a pensar que alguien en casa tenía cierto fetichismo con su propio nombre.

Embebido entonces por aquella aura de enfermizo romanticismo, decidí declarármele por primera vez en mis cortos trece años de vida a la que en aquel entonces me robaba el sueño, el aliento, el pensamiento y hasta el alma escuálida. La dueña de mis mejores poemas de amor, como no podían faltar los hijos de puta esos (ya no los escribo, así que nadie pregunte, JAMÁS), la niña más linda del colegio por supuesto como era de esperarse, al menos para mis ojos ciegos de amor. Recuerdo que estuve dando vueltas aproximadamente tres horas frente a su casa, en la bicicleta que solía alquilar con mis propinas por las tardes para salir a dar vueltas por el barrio. Mi madre se negaba a comprarme una porque decía que eran peligrosas, creo que a todos a los que conocía se les había muerto algún pariente o conocido por culpa de una de esas malditas bicicletas del demonio. El asunto es que aquella tarde era “la tarde” y nada podía salir mal, sus ojos me lo decían cuando la acompañaba de la salida colegio a su casa por las tardes, durante las obras de teatro y ¡en los recreos ni hablar!. Cuando me vio aparecer por milésima vez frente  su puerta, disimulado y como quien no quiere la cosa, casi sin verla diría (claro como no iluso), se acercó a saludarme y aproveché para invitarla a ver el partido de futbol de nuestro colegio contra otro, uno de los que eternamente nos dejaba en un honorifico 20 a 0 (El director-dueño parecía nunca entender que éramos realmente malos). Así fue mientras las horas pasaban entre una risa y otra y una mano se posaba sobre la otra solté un repentino: Nataly, yo te amo (María la del barrio tiene la culpa por el tono sufrido, patético y facilón) y para algarabía de mí, hasta aquel entonces, nuevecito e intacto corazón de melón, me respondió que ella también me amaba, pero no solo me amaba, yo era el amor de su vida, no cualquier amor que quede claro, ¡de su vida! Aquella tarde sentí lo que era flotar y se me acalambró la cara de tanto sonreírle al mundo, todo es más hermoso cuando eres correspondido.

En marzo di mi primer beso. ¿Ven eso? ¿el asuntillo este con marzo? Ah, pero hay un detalle, no fue Nataly la que me besó. La siguiente día me buscó muy temprano para decirme, y los traduzco aquí literalmente porque esas cosas jamás se olvidan, que su “vida era muy complicada, estaba confundida y no quería lastimarme” Gracias Nataly, de veras muchas gracias, hasta ahora me pregunto qué complicaciones tiene una nena de trece, bueno en aquel entonces.
No la odié, ni la odio. Me ha pasado por encima más de media vida desde aquel entonces y hasta diría que la recuerdo con cariño, pero no entraré en detalles porque quiero contar algunas cosas más, ya la recordaré al completo en alguna entrada futura. A propósito, no hubo beso porque los profesores no nos dejaban en paz, eran medios puritanos o muy babosos, nunca lo sabré. Y mi primer beso me lo dio una compañera de otra aula durante un recreo, me lo robó y se fue corriendo y luego volteó  mirarme a lo lejos coquetamente, si ya sé que sueno a nenaza, porfavor les pido amablemente que recuerden que se podían llenar dos sacos de papas con tanto casete que había en casa. Que le iba a hacer, tarde en olvidarla lo justo, como debería hacerlo un verdadero romántico, como dice esa canción que ahora me da retortijones en el estómago: “el último romántico del mundo”
Por otro lado marzo ha sido testigo de viajes épicos. Me gustaría contarles de aquella vez que condujimos 1600 kilómetros por un polvo, en motocicleta, una poderosa honda storm 125 que dio lo mejor de sí hasta el final de sus días a mi lado. La historia en realidad es larga, una epopeya de quince turbulentos días con tan solo 350 soles en los bolsillos, detalles en un post próximo lo prometo. El asunto es que decidimos viajar sin dinero, sin experiencia en viajes largos y sin preparativos, con destino desde Trujillo hasta Saposoa. Ni Carlos, el mejor de mis mejores amigos, ni yo conocíamos la selva. Así que nos agenciamos de muchísimos mapas que fuimos aprendiendo a descifrar en el camino, apelamos a buenas voluntades, familiares y amigos que para ser sinceros no veíamos hace muchísimo tiempo pero por suerte todos nos brindaron las facilidades del caso. Como es de esperarse este fue un intento de polvo fallido, no llegamos hasta Saposoa, luego de haber sobrevivido a rayos, truenos y lluvias torrenciales en el camino hasta rioja, donde pasamos casi una semana gracias a la gran hospitalidad de la familia Chamoly que nos dio techo y comida durante nuestra estancia. Desde policías corruptos, fantasmas y dormir en carceletas sin animarte a ir al baño por la semejante oscuridad del monte, conducir en niebla (novedoso para nosotros), ver huaycos, sentirnos como hormigas a lado de convoys mineros y caídas aparatosamente estúpidas al borde del rio Urubamba, no señores, no llegamos en busca de aquel anhelado polvo. Habíamos viajado casi en secreto, pero las mentiras tienen patas cortas. Cuando la novia de Carlos se enteró dónde estaba lo llamo instantáneamente, dándole para ser sinceros la gran puteada de su vida (al menos hasta aquel entonces) y truncando todas nuestras esperanzas de proseguir con nuestro accidentado viajecito. Nos regresamos y sin mi polvo y él para no perder todos los que le faltaban darse con su flaca. Bien dicen que mas jala pelo de c***** que cadena de barco hermanos y hermanas mías. La mañana siguiente emprendimos el triste y cabizbajo retorno a casa, como alma que lleva el diablo. Que te den por el culo Melissa.


Y para finalizar esta corta sesión de historias de marzo, esta mí última despedida, el que fue mi lugar de trabajo durante cinco largos años. Algo que aunque nunca termino de despegar y quizás no alcanzo a ser lo que quise que fuera realmente. Allá por el 2011 se me ocurrió la grandiosa idea de abrir un restaurante, sin tener en cuenta que no sabía nada de restauranteria, o como se diga. Una experiencia linda al final de cuentas, cosas buenas y malas, y algo que me ha hecho odiar más al sistema con que funciona nuestro país, todo es coima para los jijunagranputas. El 15 de marzo culminó finalmente el contrato por el alquiler de local y luego de unas ajetreadas negociaciones con el que pasaría a ser mi sucesor en el negocio, me despedí de aquellas paredes y cocinas en las que aprendí a cocinar a la mala, como se dice, pero terminé agarrándole el gusto al trabajo. Adiós a mis noches de tertulias entre amigos con tequila, cenas, cafés por las mañanas viendo la vida pasar y a mis madrugadas en los mercados haciendo las compras, no es tan malo ahora que lo pienso, aunque estoy desempleado, sigo viviendo con mi madre y mis hermanas, y estoy de mantenido por el momento. Hay que tener un poco de fe de que todo va a estar bien de vez en cuando, si no somos nosotros ¿entonces quién?

El tiempo pasa, todo pasa con él. Incluidos nosotros, esta vez son solo tres recuerdos aunque diariamente pasan muchísimos mas por mi cabeza, diría que demasiados, pero esos ya son otras historias que tendrán su oportunidad de salir a pasear al jardín del vecino el día menos pensado. Han pasado diecisiete años desde que me rompieron el corazón por primera vez, casi nueve años del hasta hoy mejor viaje de mi vida (!Carlos estuvimos de aniversario!) y cinco años desde que empecé mi propio negocio, que aunque quizás no fue un exitazo de taquilla me dio sus respectivas alegrías y también sus decepciones, aun así era mio y lo quise mientras duró. 
Un gran escritor llamado Albert Espinoza relata en una de sus maravillosas obras, casi biográfica, que a veces hay que perder para aprender a ganar, quizás sea cierto,  o quizás no. Total, cuando una ventana se cierra...ya saben lo que dicen.




domingo, 13 de diciembre de 2015

HISTORIAS DE NAVIDAD
PARTE 1
Imagina que eres un soltero de treinta y un años, estas solo en casa una noche antes de noche buena y de repente llaman a la puerta  pasada la media noche, una sola vez por supuesto, como para hacer la situación más curiosa, tensa o preocupante, según los nervios o traumas que tengas en tu haber. Finalmente, luego de debatir contigo mismo sobre cuantos psicópatas deambulan normalmente por tu barrio a esas horas de la noche, decides abrir la puerta sin quitar del todo el seguro, por si acaso. No, no lo haces por que seas una nenaza, por supuesto que no. Eres precavido, porque la vida está dura y la noche es oscura, y el mundo se enfría cuando tú no estás. En fin, volviendo al tema; estás ahí, abriendo lentamente la puerta con una mano mientras sostienes firmemente un palo de escoba en la otra, como si eso te fuera a salvar la vida de ser necesario. Entonces lo ves, en el suelo, envuelto en un precioso papel de regalo que parece diseñado a pulso, sacado de una película, único en su clase y que alguien se ha molestado en ir a dejar justamente frente a tu puerta, para luego desaparecer como una sombra furtiva de la noche. Un regalo para ti.
No te imaginas de quien puede ser. Pero si de quien quisieras que sea. Por otro lado; y como está la situación en el país, también piensas en la posibilidad de un extorsionador que acaba de dejarte unas cuantas balas con tu nombre y el pedido de una exorbitante suma de dinero que no piensa sudar para obtener. Pero vuelves a recordar que te mudaste a un lugar muy seguro y anónimo cuando comenzaste a saborear las mieles del éxito literario. Verificas que nadie te vea, ningún vecino de esos que envueltos en el espíritu navideño viven cada noche deseándole “feliz navidad” a todo lo que se mueva. Es cierto, nunca te han emocionado ese amor y paz que se respira en el ambiente cercano a los fines de año. Hipocresía pura, alimento para los reyes del consumismo, piensas. Pero un regalo es un regalo, con un demonio, a que persona no le gustan los regalos. Al menos recibirlos. Así que te apresuras a desenvolverlo con cuidado; y ahí está, un minúsculo USB con forma de tablita de surf a detalle. Lo conoces muy bien, la mirada se te ilumina y se te escapa una sonrisa, no puedes esperar a ver lo que hay dentro y lo conectas inmediatamente para ver el contenido, un video.

Las fotos empiezan a desfilar una por una al ritmo de una de aquellas canciones que te dedicaron hace mucho. A tu mente acude esa típica frase que todo ser que ha perdido la cordura y se ha entregado al amor, o al menos lo que cree que es amor, ha dicho alguna vez en su vida: nuestra canción. Imágenes de viejos de recuerdos, de momentos felices que te hacen emocionarte por un instante, pero que sabes muy bien que no volverán. Por supuesto saber eso no te impide recordar cómo te sentías mientras sucedieron todos aquellos momentos y sencillamente vuelves a ser feliz, en el sentido romántico de la palabra, por unos instantes. Luego tendrás que volver a la realidad, aceptar que solo fue un detalle, una consideración. Un acto protocolar para honrar la memoria de un amor caído en batalla. De esos que simplemente no pudieron ser, sin culpables ni nada, si hasta amigos son ahora, como cuando sucede cuando la razón sale victoriosa frente al corazón y luego simplemente colorín colorado, el cuento se ha terminado y ni Romeo ni Julieta se han suicidado. Sobreviviste, ambos, de la “mejor” manera.
¿Se imaginan que todo esto sucediera? No me ha pasado a mí por supuesto, pero como suele suceder con casi todas las buenas historias de ese tipo, escuché por ahí que le pasó al conocido de un conocido de un conocido y así sucesivamente hasta tener juntos a todos los conocidos y desconocidos necesarios para crear una leyenda urbana digna, defensora del romanticismo que por estos días va a rastras y en decadencia.
No, definitivamente no me ha pasado a mí. No vivo en una zona acomodada y anónima, ni he tenido éxito literario, todavía. Aún vivo con mi madre, mis dos hermanas, una sobrina, dos perras, tres salamandras, una tortuga y una incontable cantidad de peces de colores cuyo sexo no estoy interesado en aprender a diferenciar; para no correr el riesgo de terminar como la mayor de mis hermanas y estar mandándole besos al último y obeso goldfish que ha sobrevivido contra todo pronóstico y desde tiempos casi inmemoriales, y del cual ella afirma que le mueve la cola cada vez que la ve llegar…
Lo sé, lo sé. Pienso lo mismo…

Por otro lado, me gustaría poder decir igual que Calamaro eso de que “otras me quieren todavía, algunas me quieren y me odian a la vez” pero estoy muy lejos de ser como él obviamente. (¡MAESTRO!). El amor siempre ha hecho estragos en mi persona y la razón casi nunca, mejor dicho nunca, ha salido victoriosa frente a lo que dicta el corazón. Pero esa es otra historia. El punto es que ante la cercanía de las fiestas navideñas, y como  cada año, esa historia viene a mi mente. Como un viejo dejavú de algo que jamás pasó, pero que me descubro anhelando y preguntándome como sería si un buen día el destino y yo hiciéramos las pases de una vez por todas. En el fondo tal vez sigo siendo un románico sin remedio y no me he rehabilitado como me he venido haciendo creer a mí mismo durante los últimos años.

En cuanto a los regalos de fin de año, mantengo mi teoría de toda la vida. En primer lugar cuando ya eres adulto, o por lo menos pareces uno o has logrado convencer al mundo para que te vea como tal, olvídate los regalos, no los recibirás más. En adelante tocará darlos, sobre todo si tu familia está plagada de niños. A menos que seas una de esas almas valientes y aventureras, a las que les gusta vivir al tope y jugarse el todo por el todo y tirarse de cabeza a una piscina vacía donde un grupo de gente, que no se quiere sentir del todo miserable en estas fiestas, se atreven al viejo juego del amigo secreto y realizan un desesperado intercambio de regalos donde todo será “equitativo”, pero es muy probable que terminemos recibiendo una caja vacía, o en el peor de los casos, nada.
Y el segundo punto es que cuando has llegado a la base tres, sin importar por qué caminos  te ha llevado la vida, existirá un grupo reducidísimo de personas que de verdad se interesará por ti esta navidad. Aceptémoslo, tu madre y tu novia encabezan esa lista. Piénsalo, quien se esmerará por hacerte feliz realmente, quien conoce tus gustos o por lo menos se esfuerza en saber un poco de ellos. Ganadoras por unanimidad. Los demás regalos, si es que llegan, probablemente sean las cosas inservibles de toda la vida. Que, aunque lleguen de buena voluntad, no llenaran tus expectativas pero fingirás, como siempre, que era lo que querías para estas fiestas y la otra persona fingirá a su vez creerte y la vida seguirá su curso.
Dicho esto y aquello, me pregunto que esperan ustedes de esta navidad, y también que espero yo, por supuesto. Aunque este año no voy a la deriva, como pocos años para esta época, tengo novia y una madre que me adora, ya saben cómo es eso. Así que si alguna de ustedes dos lee esto, no quisiera que piensen que directa o indirectamente estoy esperando algo de ustedes. Pero sí.

 Y no se preocupen que la navidad es para dar y recibir, y el amor siempre es bien correspondido. Seguramente al final de cuentas a todos nos cae algo por ahí, total hasta Ebenezer Scrooge quiere salir a jugar en estas fechas. Es tiempo de ser feliz, o al menos intentarlo y morir en el intento.